LA FOGATA DE SAN PEDRO Y SAN PABLO EN RANCUL...
La fogata fue organizada por los grupos de catequesis, prejuveniles y jóvenes de la iglesia San José.
Cada 29 de junio, después de haber recolectado y acarreado durante semanas toda clase de elementos combustibles, llega el momento culminante: los pibes de cada barrio encienden sus «fogaratas».
No se trata de simples fogatas, como las que hacen quienes están de campamento, o cualquiera que quiere quemar hojas o simplemente entrar en calor. La «fogarata» es un rito religioso y conserva ese carácter aun cuando quienes la preparan, la encienden y la disfrutan en esa noche mágica, ignoren lo que en ese día se conmemora y celebra.
Para los cristianos, el 29 de junio es la fiesta de San Pedro y San Pablo, el primer Papa y el gran Apóstol de los Gentiles. Según la tradición, ambos fueron ejecutados alrededor del año 67, por orden de Nerón. Pedro fue crucificado cabeza abajo según su deseo, por considerarse indigno morir como su maestro. Pablo fue conducido a Ostia, y allí fue decapitado.
Ahora bien, en la religiosidad popular, los elementos de la naturaleza (el agua, el árbol, las flores, el fuego), son signos de otra realidad trascendente e inefable. El simbolismo del fuego –concretamente- tiene siempre un trasfondo religioso: expía el demonismo de las brujas, ahuyenta los malos espíritus, conmemora acontecimientos sagrados...
Esa reverencia instintiva hacia los acontecimientos de la naturaleza, propia de la religiosidad humana, ha inspirado los rituales de cambio de estación, en los solsticios y en los equinoccios. Así, al comienzo del invierno del hemisferio norte, se hacían desde la antigüedad fuegos nocturnos para intentar devolver su fuerza a un sol que día a día se mostraba más débil. Ahora bien, los cultos populares son propicios para el sincretismo. Por otra parte, el cristianismo dentro de su conmemoración anual de acontecimientos religiosos y salvíficos, integra también elementos populares y ritos de naturaleza cósmica. Por ello, el ritual cristiano asume esta antigua tradición, y en la noche más larga enciende la máxima luz de esperanza para los hombres: el nacimiento de Jesús, la Nochebuena.
Con el retorno de la primavera, en la Pascua florida, la vida vuelve a renacer; y en el primer domingo de luna llena de cada primavera boreal, los cristianos celebramos la victoria definitiva de Cristo ante la muerte: el domingo de Resurrección. Los días se van haciendo más largos, se desarrolla la vida de plantas y animales, y en la noche de San Juan (el solsticio de verano del hemisferio norte), se encienden fogatas de fiesta a la puesta del sol y hasta su nueva salida, para abolir para siempre la oscuridad.
Según la creencia popular -de corte pagano- en estas noches mágicas se produce la comunicación entre el mundo profano y el mundo sagrado. Desde nuestra duración temporal, una transitoria brecha nos permite comunicarnos con lo trascendente. Este hecho se manifiesta además en humildes milagros: confraternizan ricos con pobres, se comparte la cena con desconocidos, las niñas sueñan con quien ha de desposarlas, y las viejas enseñan los ritos que curan el mal de ojo y el empacho, cuyo poder efectivo sólo entonces puede transmitirse.
La ceremonia del encendido se vincula también con otros rituales aprendidos en las novelas o en el cine. Hordas de muchachitos disfrazados irrumpen por una calle lateral portando antorchas encendidas, rodean la pira y la encienden por todos sus costados. Después sigue la tertulia familiar: chicos y grandes rodean el fuego, encienden cohetes, bengalas y cañitas voladoras, y -a veces- asan comida en el fuego.
Esta fiesta pagana y religiosa, que sigue vigente en los barrios y en el interior, es para muchos una tradición querida que enlaza con la sacralidad tan primitiva como auténtica del ritual del fuego; en definitiva, expresa el anhelo de trascendencia que -a veces sin sospecharlo- tenemos todos los hombres.
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