Rusia invadió Jerson y bombardeó a las ciudades de Kiev y Jarkov
Durante todo el día estuvieron sonando las alarmas en la ciudad. A veces son amenazas concretas, a veces más lejanas, pero el estado de alerta es continuo.
Son casi las nueve de la noche. Acaba de suceder una fuerte explosión en Kiev. Estaba hablando por teléfono y de repente el bombazo interrumpió la llamada. No se cortó, pero yo me quedé callado de pronto y la persona al otro lado de la línea se quedó callada de pronto. Hubo unos diez segundos de silencio. Le dije que había escuchado una explosión. “La escuché”, me dijo. Volvimos a hacer silencio. Me alejé de la ventana. Agarré mi casco para tenerlo cerca. Me senté en el suelo.
Durante todo el día estuvieron sonando las alarmas en la ciudad. A veces son amenazas concretas, a veces más lejanas, pero el estado de alerta es continuo. Las luces de las casas, por pedido del gobierno, deben mantenerse apagadas, las persianas bajas y las cortinas cerradas.
Escribo estas líneas en estado de alerta. En Twitter verifico que fue, en efecto, una explosión. Aunque se esperaban, aunque era una noche en la que iban a llegar, no termino de entender que un misil haya impactado en la misma ciudad en la que estoy.
La primera información que recibo es que fue en la estación central de Kiev. Con el correr de los minutos se confirma que fue en una tubería de gas cerca de la estación central de trenes, la misma a la que llegué esta mañana. En el cuerpo sin embargo la información de que comenzó el bombardeo cayó de inmediato. Es una mezcla de impotencia con ganas de irse, algo de adrenalina, bastante de miedo.
Hace dos días no me puedo bañar. Estaba a punto de hacerlo cuando comenzaron las alarmas. Ya pasó una hora de la explosión, no sé si es el momento. Prendo la ducha y comienzan otra vez las alarmas. Siento que mi duda es una estupidez, y tal vez lo sea pero la de miles de ucranianos que tienen que aprender a vivir con estas dudas, no. Y así comienza el derrumbe de la libertad, en lo chiquito. Pero acá comenzó mucho antes, con las más de 850 mil personas que dejaron el país por no querer vivir en esto.
Los dueños de este pequeño hotel no quisieron irse. Gala tiene veinticinco años, Anya veinte, y Lera dieciocho. Además está Sasha, de treinta, el marido de Gala. Ellos dos son los dueños de un pequeño hotel en la ciudad de Kiev, en la zona aledaña al circo de la ciudad, a unos siete minutos de la estación central de trenes. Anya y Lera son las hermanas menores de Gala. Están viviendo todos juntos en el hotel, que hoy no recibe visitas. Casi ningún hotel está aceptando nuevos huéspedes, la recomendación en Kiev es evacuación total, o quedarse a afrontar las consecuencias.
Gala y Sasha decidieron quedarse para cuidar el hotel, un emprendimiento que apenas comenzaron. Es un hotel pequeño e impecable. Lo sé porque, por intermedio de un amigo, aceptaron recibirme. Está ubicado casi en un subsuelo, para entrar desde la vereda hay que bajar cinco escalones, entonces las habitaciones ya son una suerte de refugio.
Sasha no tiene entrenamiento militar ni le interesa tomar las armas, pero cree que no tiene ningún sentido dejar su hogar, que no es justo. Dice que por ahora se puede caminar por la ciudad, que el barrio del hotel no es peligroso. Le pregunto si me acompaña a pasear pero dice que debe quedarse cuidando a las chicas. No lo usa como excusa, es la verdad, su mujer y sus cuñadas por momentos están mucho más nerviosas que él. No siempre es así, sin embargo. Cada tanto las escucho hablar entre ellas y reí como si nada pasara. Pero pasa…
Desde el comienzo de la invasión, tan solo hace una semana, sus vidas cambiaron para siempre. Ya no pueden salir a la calle, o no se animan más bien, por lo que todos los días suceden bajo techo, en un hotel que uno no describiría como luminoso (sin dudas, una virtud en este contexto). Además, deben tener todas las cortinas cerradas y encender la menor cantidad de luces posibles.
Lo otro que cambió fueron las noches. “Yo duermo dos o tres horas por día, no más que eso”, dice Sasha. Desde hace una semana casi todos los días escucha alguna explosión. Cuando no, son las sirenas las que lo mantienen alerta. Es que el sonido de las alarmas es permanente en Kiev. A veces, las sucede un misilazo en alguna parte de la ciudad. Esta noche, por caso, lo ya dicho: un misil impactó de lleno contra una tubería de gas cercana a la estación. La intención y alcance del ataque no es claro: ¿dejar sin calefacción a la ciudad?, ¿destruir vías de acceso a la ciudad? ¿intimidar, por la cercanía con el centro?
Los padres de Sasha y los de Gala están fuera de la ciudad, en un pequeño pueblito hacia el oeste. No parecieran estar en peligro como sí lo están ellos. Hace tres días se habla en Kiev de que los rusos están a punto de entrar, que la siguiente será la noche decisiva, que en cualquier momentos los tanques rusos tomarán la plaza de la independencia.
Ni Sasha, ni Gala, ni Anya ni Lera parecen preocupados por la política de esta guerra, lo único que quieren, me dicen a través del traductor, es volver a su vida de antes, cuando el hotel tenía turistas, cuando recomendaban paseos para hacer y lugares para esconderse, cuando a las ocho de la noche no caía el toque de queda sino que subía el volumen de la música. Kiev, me dicen, era una ciudad vibrante, con mucha noche, mucha diversión, mucha libertad. Hoy es todo lo contrario. Sobre todo por las noches, cuando los pensamientos van al ritmo de las sirenas y hay que ubicar, siempre, donde está el parapeto más cercano.
Sasha me asegura que, como sus padres, nosotros también estamos a salvo. Lo dice, entiendo, porque le da calma decirlo. Un contacto de extrema confianza me advierte que se vienen horas complicadas en Kiev. Vuelve a correrme electricidad por el cuerpo. La guerra es estar escondido contando que el mundo es una mierda.
Infobae
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