El Gobierno confirmó los tres días no laborables con fines turísticos para 2025
Las fechas seleccionadas buscan reducir la estacionalidad y fomentar escapadas de fin de semana.
Soñaba con ser piloto de la Fuerza Aérea, pero el destino lo llevó a Comodoro Rivadavia para trabajar en el petróleo. Leonardo Bonazzola no conocía el mar ni el viento de la Patagonia y comenzó a trabajar de boca de pozo. En paralelo, inició su formación en el Aeroclub de la ciudad. Sumó horas a cambio de trabajo, invirtió en vuelos mientras otros se compraban autos o construían una casa, hasta que un día se animó a ir tras su sueño y se convirtió en piloto comercial. Fue aeroaplicador e hizo vuelos privados, pero el camino lo llevó a combatir incendios en Chile, Alemania y Chipre: una historia de alto vuelo.
Nacionales19 de agosto de 2024InfoTec 4.0ENTRE RÍOS | "Pasé de no conocer el mar a estar al otro lado del planeta en un lugar desconocido, a estar volando a 1000 metros de monumentos históricos, tirando agua”. Leonardo Bonazzola es un apasionado de la aviación. Se nota cuando habla, pero también cuando narra cada detalle de su historia, aquella que comenzó en Concordia, Entre Ríos, y que, previa escala por Comodoro Rivadavia, lo llevó a combatir incendios forestales en el mundo.
El piloto admite que tiene un sentimiento muy grande por la ciudad donde se descubrió el petróleo. Gracias a un amigo, fue su lugar de trabajo durante más de 5 años y también la ciudad que le permitió formarse como piloto en el lugar que considera su segunda casa: el Aeroclub.
“El Aeroclub de Comodoro es mi casa, yo siempre lo digo. Me dio la oportunidad de sumar horas para volar. Todo lo que hice y hasta dónde llegué hoy es gracias al Aeroclub de Comodoro, el petróleo, Comodoro y a todos los amigos que quedaron ahí. Te juro que me desvivo por ir cada vez que tengo un tiempito”, dice cuando habla para el sitio ADNSUR.
Al otro lado del mundo, en Chipre, el calor se vuelve sofocante por estos días. El aire acondicionado y la noche son el único momento que da una pequeña tregua para disfrutar al aire libre sin sentir que el ambiente sofoca. Leo extraña su país y cuenta los meses para volver a Argentina. Entre risas, dice que llegará junto a Papá Noel y que entre sus planes, además de volver a ver a sus familiares, está la idea de visitar Comodoro, aquel lugar donde despegó su amor por la aviación.
Leo es entrerriano. No viene de familia de aviadores ni pilotos. Su abuelo tiene un campo ganadero, chiquito, donde aprendió a hacer de todo, pero siempre le gustaron los fierros y, en especial, los aviones. Por eso, cuando terminó la secundaria, supo lo que quería hacer.
“No vengo de familia de aviadores, pero mi abuelo y mi mamá me contaban que cuando era muy chiquito pasaba el avión del pueblo para la publicidad del circo y yo salía corriendo a alcanzarlo y me perdía en el monte tratando de alcanzar los papelitos. Y cuando terminé la escuela quise ser piloto. Rendí para la escuela de oficiales de la Fuerza Aérea, aprobé, pero justo iba a ser papá y dije ‘ahora no lo puedo hacer, al menos por ahora’ y pensé ‘¿cuál es una opción B?’”.
La opción para quienes quieren ser pilotos muchas veces está dentro de los aeroclubes, los lugares donde pueden ir sumando horas de vuelo que les permitan alcanzar diferentes certificaciones.
Su bautismo en el aire lo tuvo en un campo. Sabía que volar no iba a ser fácil y le pidió al piloto que lo ponga a prueba. “Le dije ‘asústame, sácame a volar, yo quiero ser fumigador, proteger los cultivos de los campos contra insectos’. Son vuelos bajos y ese día me bajé con las tripas en la mano, porque salimos a hacer maniobras sobre los árboles en zonas seguras, pero volví enloquecido”, admite.
Leo era joven y comenzó a sumar horas como pudo, hasta que un día sonó el teléfono desde el otro lado de la Patagonia y cambió todo.
Leo conoció a Jara en Buenos Aires, en los muchos controles por los que pasó su hermana, quien convive con una discapacidad. En los pasillos del hospital se hicieron amigos y supo que en otro lado del país, muchos jóvenes trabajaban en una industria que pagaba bien a cambio de sacrificio y muchas horas en los yacimientos.
A Leo le gustó lo que le contaron y un día le dio un currículum a Jara para ver si había una posibilidad de entrar al petróleo. Él había egresado de una escuela técnica y tenía el perfil ideal que buscaban las empresas. Lo que no imaginaba es que un día el teléfono iba a sonar desde un 0297.
“Me acuerdo que fue un martes por la noche. Yo volvía del incendio de una planta y me llega una llamada de un número 0297. Me dicen, ‘señor Leonardo, lo llamamos de DLS para una entrevista’. Yo no entendía nada. Imaginate que yo no conocía el mar, no había salido de Entre Ríos. Me dice ‘usted el viernes a la mañana tiene una entrevista para trabajar’. Pensé ‘¿qué hago?’. Llamé a mi vieja, le conté y me dijo ‘si podés ir, andá".
Leo llegó a Comodoro el viernes a la madrugada en colectivo. Su equipaje era una mochila y el mate. Admite que “no entendía ni dónde estaba. Había un frío, hermano, un viento bien de Comodoro”, pero lo estaba esperando el papá de su amigo, quien al otro día lo llevó a la entrevista.
"El Gaucho" fue contratado como boca de pozo de pulling y comenzó su carrera en el mundo del petróleo. Su primera experiencia duró un año y medio. Pasó por la torre, fue enganchador y algunas veces maquinista.
Los comienzos no fueron fáciles, pero, así como Jara, hubo otra gente que lo ayudó. “Me acuerdo siempre de un company man, Omar. Me consiguió una casa, me ayudó a comprar mis cosas, esas manos que no te da casi nadie, y menos sin conocerte”, recuerda con agradecimiento.
En el Aeroclub a Leo lo conocen como “el Gaucho”. El apodo que se ganó la noche que por primera vez llegó al club de vuelo. Es que muchas veces salía del trabajo e iba directo al aeroclub con alpargatas y su mochila. Así lo recibieron cuando llegó a conocer las instalaciones y el apodo quedó para siempre.
“Me bajaba de la camioneta y me quedaba en el aeroclub. Llegaba todo sucio, me pusieron el Gaucho y siempre había algo que reparar. Yo era el que hacía todo. Hacía trabajo a cambio de horas. Por una limpieza de pista o una reparación de balizamiento me daban dos o tres horas de vuelo. Y así sumaba.”
En 2013, Leo viajó a su pueblo por una emergencia. Cuenta que se asesoró para saber si era posible viajar; le dijeron que sí, pero cuando volvió, la camioneta de turno ya no lo pasaba a buscar. Lo despidieron por abandono de trabajo, pero nunca supo quién fue la persona del sindicato que, al otro lado del teléfono, le dijo que vaya sin problemas.
Durante un año trabajó en la actividad minera, pero el sueldo no era tan bueno como en el petróleo. Quería volver a la industria, sabía que era su posibilidad de sumar horas y un día, luego de tanto insistir, entró en Baker Hughes como operador de camiones.
Cuatro años trabajó en esa empresa de capitales estadounidenses que tiene base frente al Aeroclub. Para él era salir del trabajo y cruzar la ruta, sumergiéndose en un mundo completamente distinto donde invertía gran parte de lo que ganaba.
“Me alcancé a comprar mi autito, un Gol Trend 2011, y después era todo volar y mandarle dinero a mi hija. Yo veía que mis compañeros avanzaban y ellos me decían ‘¿pero por qué no cambias el auto?’, ‘¿por qué no cambias el teléfono?’, y les decía ‘no, yo gasto todo ahí al frente’. Terminaba a las cinco de la tarde y salía a volar hasta cerca de las 20 y capaz después me llamaban de nuevo y me iba. Eso me fue dando horas de vuelo”.
Leo alcanzó las 400 horas de vuelo que le permitieron rendir para obtener la licencia de aeroaplicador y rápidamente superó las 500 que le permitieron certificarse como instructor de vuelo. Eran tiempos de muchas horas de viaje, mucha aventura y de buscar oportunidades.
“Me acuerdo que una vez alquilé un avión y me fui a Entre Ríos. Cuando llegué por primera vez a mi casa volando solo, saqué a pasear a toda la ciudad. Mientras tanto, sumaba horas de vuelo. Cuando estaba allá, hablé por Facebook con una empresa fumigadora de Buenos Aires. Le digo, ‘che, estoy interesado en aprender a volar, sé que es difícil todavía por la reglamentación porque no tengo la licencia, pero me gustaría aprender’. Un hombre muy grande de la empresa me dice: ‘la semana que viene comenzamos a hacer el combate contra la tucura’. Me quedaban todavía 10 días de vacaciones, así que agarré el avión, lo traje a Comodoro y me fui a Buenos Aires en auto. Estuve haciendo tareas operativas, limpiando el avión, cargado.”
Cuando regresó a Comodoro, el piloto sabía lo que quería. Era verano y la empresa ofreció un retiro voluntario a su personal. La cuenta era fácil. “Dije ‘me faltan 100 horas, con la plata del retiro me pago las horas que me faltan’ y empecé a volar un montón. Ahí me salió la oportunidad de viajar a Santiago del Estero para trabajar en un avión de fumigación a pistón. Así que agarré mis cosas y me fui.”
Esa primera experiencia fue todo un aprendizaje para "el Gaucho". Trabajaba 12 horas por día, volando, y un día explotó el motor del avión. Lo encontraron en medio de la soja dos horas después, con un raspón en la cabeza.
Cinco días después, ya estaba volando de nuevo, pero decidió irse y volvió a Entre Ríos. Estaba trabajando en Corrientes cuando otra vez lo llamaron de Comodoro, esta vez de SGA, de Pablo Pires, para pilotear un avión.
Leo quería ser fumigador, lo logró pero el destino tenía preparado otro lugar para él en el mundo de la aviación.
Con orgullo recuerda que, junto a Néstor García, su instructor de toda la vida, trajeron a los primeros médicos que iban a hacer la cabina de testeo en tiempos de COVID.
A Leo le gustaba el trabajo, pero sabía que tenía que volver a intentar trabajar en los campos de fumigación. Así, cuando salió una nueva oportunidad, no dudó y se fue a una nueva campaña. Pero un nuevo desperfecto técnico dejó el avión fuera de servicio, y lo que parecía una aventura en las alturas terminó en la tierra, sembrando y cosechando con tractores.
Fue en esa época que lo contactó una empresa que hace combate contra incendios. La idea era que entrenara unos meses y el verano siguiente se sumara a las tareas. Durante ese tiempo hizo de todo, desde electricidad hasta cualquier changa que le saliera. Poco a poco comenzó a tener mayor tarea ayudando con la logística a los pilotos experimentados, hasta que llegó la oportunidad de volar.
“En diciembre fui a ver a mi familiar a Concordia, saludé a mi mamá, dejé el bolso y llamaron de la empresa. Me dicen ‘mañana tenés que ir a Ushuaia con dos aviones, vos conocés el sur mejor que nadie’. Había un incendio catastrófico y nos quedamos de diciembre a marzo, trabajando en Tolhuin. Ahí me terminé de perfeccionar en vuelo de montaña. Cuando terminó esa campaña, me dijeron ‘vos tenés experiencia, te vas a Chile’, y de todos en los últimos casilleros pasé a estar tercero, porque Chile es muy difícil de operar, tener pistas más chicas, muchos aviones entrando y saliendo y los incendios son muy violentos, antenas, cables e incendios violentos. Pero dije ‘vamos’.”
Los primeros 10 días Leo voló como copiloto, aprendiendo el oficio y analizando las maniobras del piloto, hasta que un día lo mandaron a Villarrica y tuvo su propia oportunidad.
“Te juro por Dios que temblaba hasta el alma. Pero cargué el avión un poco menos para sentirlo más cómodo, para sentirme más seguro conmigo mismo, y el primer tiro fue bueno, el segundo fue bueno y el tercero se complicó. Ahí empecé y no paré.”
Para Leo fue el despegue final. Luego de Chile, vino Alemania en un viaje de 7 días con un promedio de vuelo de 8 horas diarias, arriba del océano. Casi medio año duró esa experiencia y más tarde repetiría Chile, donde ya fue como jefe de operaciones, hasta que este año, el destino sería Chipre, Europa.
“Tuve que buscar en el mapa dónde estaba Chipre, porque no sabía. La idea es estar hasta noviembre, estamos dentro de una base militar británica, te lo hacen notar, pero cuando tenemos que volar la mejor, tenemos prioridad, te facilitan todo, pero acá hacen 43 grados por la noche. La vegetación es igual a Comodoro, un poco más de árboles quizás, nada más que está todo poblado y tienes mucha población. Y en cada incendio que hay se incendian casas, hay un despiole gigante”.
Los pilotos cumplen el diagrama de 15x15, para poder aprovechar el tiempo cuando viajan sus familiares. Entran a las 7:30 a la base y a las 19:00 se van. En la base militar tienen camas, restaurante y todas las comunidades para estar alerta. “Es como una ciudad británica”, cuenta Leo.
Se hacen dos patrullas diarias durante dos horas, y si hay un incendio se vuela. Por día pueden realizar hasta 8 horas de vuelos, no más de 3 horas continuas y, como máximo, pueden estar 12 horas de guardia.
En el aire, en tanto, vuelan junto a traductores que los ayudan a coordinar con tierra cada uno de los lanzamientos. Es que lo que sucede en el aire está 100% planificado y se debe ejecutar en segundos.
“Hay que tomar decisiones sobre el acto. Tené en cuenta que llevás una carga de 3000 litros de agua a 220 kilómetros por hora, lo más cerca del piso posible, sobre árboles o a veces sobre casas, sobre montes o forestación. A veces tiramos agua, a veces retardante, pero tenés un montón de etapas que cumplir, desde que salís a volar como un avión militar hasta cuando llegás al área y lo primero que hacés es evaluar el lugar. Han pasado situaciones que a veces erras el lanzamiento, porque es todo manual, todo muy artesanal. Me pasó de los primeros lanzamientos errarlos, pero también tenés que saber decir ‘no puedo’ o ‘no es seguro’ porque tenés que evaluar por dónde vas a salir en menos de un minuto, ver todo y siempre volás en la peor condición. Los peores días de Comodoro son normales para nosotros”, dice a modo de ejemplo.
Cuando llegó a Chipre, Leo, junto al equipo, estuvo tres días frenando el incendio de un hotel. Esa fue la bienvenida de una temporada que, dentro de todo, está tranquila.
“Gracias a Dios este año está muy tranquilo. La gente toma conciencia de que el verano es más extenso, los días de calor son más largos, porque los incendios son muy violentos. Muchos son accidentales y también muchas veces por negligencia. Pero el 80% se trata de hacer prevención, porque si bien para las empresas de combate contra incendios es un negocio volar, lo que perdés es mucho. La vegetación, se mueren animales, se muere gente. Ahora hay 35 mil evacuados por un incendio que empezó y fue saltando. Es impresionante. A veces estamos volando, tirás agua en un fuego, decís ‘lo pude frenar’, pero cuando volviste ya hay otro foco más adelante, porque el fuego saltó y el microclima te genera otra brasa. Es frustrante no poder apagarlo.”
Por supuesto, en cada vuelo también está el peligro latente. Con tristeza, el piloto cuenta que en Chile todos los años muere un colega producto de la tarea diaria contra el fuego. “Muchas veces es el exceso de confianza que nos cuesta horrores controlarlo. Hay días en que el avión se comporta re violento y no lo podés mantener. El avión pesa 3800 kilos y prendido de un solo motor es muy difícil hacerlo girar dentro de la montaña para poder entrar en un punto. La compuerta que te tira el agua a veces no podés abrirla por alguna falla. Entonces tenés que tener un plan b en cuestión de segundos. Pero todo piloto siempre piensa en la emergencia antes de empezar a volar, porque te entrenan para eso, aunque puede fallar”.
El piloto ya cuenta los días hasta noviembre. Extraña Argentina, el asado, las costumbres y esa cercanía que tenemos en esta parte del mundo. Quiere ver a su familia, a su hija y sus amigos. También volver a Comodoro. Y mientras tanto, sigue aprendiendo.
Es que, con solo 31 años, ha hecho carrera y quiere seguir haciéndola. “Quiero volar el anfibio. La empresa donde trabajo tiene uno. Carga agua en el mar o en el lago. Es un 70% más complejo de operar, porque la técnica de cargar agua en el agua es más compleja. En Argentina debe haber cuatro o cinco pilotos experimentados en todo el país y muchos laburan afuera porque es mejor el pago. Pero mi meta es llegar al anfibio, perfeccionarme con ese avión, porque el año que viene me quieren como piloto de anfibio para Europa”.
El Gaucho lo dice “lo más importante es no abandonar”, y él mismo es el ejemplo de eso. Es que para poder volar postergó muchas cosas, vendió leña, trabajó en muchos rubros y siempre buscó la oportunidad.
“Me las rebusqué”, dice entre risas, el piloto argentino que nunca postergó su sueño de volar y encontró en el sur de la Patagonia el lugar para cumplirlo, llegando a conocer mucho más que el mar.
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